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Fuera el calor levantaba las aceras. Agosto en aquella cocina era promesa de sudor y agotamiento, de anarquía y trabajo irregular. Bebíamos agua y cerveza para mantener el tipo, nuestros riñones no dejaban de filtrar en todo el día. De la frente a la nariz, un canal de agua permanente, nadábamos empapados en sudor toda la jornada.

Shaggy nos había dejado al inaugurar el mes para disfrutar del descanso en su pueblo natal, lejos de presupuestos y piezas enmohecidas. 007 también se tomó su asueto veraniego para ir en busca de unas ingles que lo soportaran. La tropa tomaba el mando y las ausencias empezaban a dejarse notar.

Al frente de la cocina un agotado Señor Estrés se esmeraba por anotar méritos en su boletín de calificaciones. Dirigiendo la sala The Little Man, eterno gregario de la cosa. Ambos asumieron sus papeles con brío y establecieron una competición en la que se sacudían las cuitas acumuladas durante el último año. Convertidos en jefes durante varias semanas, era el momento de chocar sus cornamentas.

El Señor Estrés preparaba la partida frenéticamente, acribillando con el cuchillo cebollero cuanta 
hortaliza caía en sus manos. Cuando algo captaba su atención, paraba en seco, separaba el brazo poniendo el cuchillo en paralelo al cuerpo y te escudriñaba con los ojos muy abiertos.

The Little Man entró a la cocina levantando la cabeza y sujetando un plato con los cinco dedos, como había aprendido a hacer de su lúbrico mentor.  Lo dejó caer en el pasaplatos con pretendida elegancia y ademán adusto y reclamó más guarnición.

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De nuevo ese gesto desconcertante, el cuchillo en paralelo, los ojos muy abiertos y una negativa en el aire. Estábamos acostumbrados a sus broncas, pero ese día algo nos dijo que las cosas podían acabar mal. Según subía el tono, el cuchillo parecía tomar vida en manos de mi jefe. Los ojos hacía rato que estaban casi fuera de sus cuencas cuando empezaron las amenazas. 

El cuchillo ya no se movía nervioso, ahora sentía una mano aferrada potentemente al mango que lo elevaba amenazadoramente, señalando la triste figura del segundo maître.

-¿Quién te hace los hijos? ¿Eh? ¿Quién? ¡Ven aquí si eres hombre!- vociferaba mientras se abría en una carrera como un Tercio de Flandes con la pica aferrada al puño.

Se hizo el frío y la angustia me dobló las rodillas mientras varios brazos luchaban por parar su arrancada tratando de esquivar el acero.

Dicen que al uno lo escondieron en los placares, que al otro lo calmaron como pudieron y le llevaron a casa. Allí quedamos los demás, picando verduras en silencio con la angustia de una cuchillada nunca dada marcada en la garganta.

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