En el fondo de un armario, arriba, en el altillo, mi madre guardaba una caja mágica con sus recuerdos. Fotografías, estampas, recortes, muñecos, mechones de pelo, dientes de leche, pulseras de recién nacido, abalorios, todo guardado en una lata cuadrada de aquellas antiguas de Cola-Cao. De cuando en cuando me acercaba y le pedía que me dejara ver la caja de los encantos. Ella nunca decía que no, pero acostumbraba a alargar la espera.

Cuando por fin la tenía  ante mí, me parecía entrar en el túnel del tiempo, imaginando esos objetos en otras manos y otros momentos. Mi madre siempre se quedaba y me contaba una y otra vez la historia de cada tesoro. Ya mayor y fuera de casa, un día volví a pedirla, pero mi madre me dijo que ya no la tenía, que algunas cosas las había tirado y que las demás estaban en otra caja. Aquello había perdido el encanto y yo, hacía tiempo, la inocencia.

Nunca he vuelto a tener una caja igual, pero conservo muchos recuerdos, recortes, imágenes, objetos, que se desordenan en distintos cajones. Muy de cuando en cuando, rebusco y paseo por otros años, cada vez más lejanos.

Este fin de semana he encontrado un folleto del restaurante en el que trabajé hace un siglo, aquel al que llegué para aprender a pelar cebollas. Una de las fotografías es la que ilustra el post. En ella estamos parte del equipo de cocina y sala. Recuerdo el día que la hicimos, uniformes limpios y el gorro que nunca usábamos, vergüenza, cachondeo y vuelta al trabajo. Entre todos nosotros resplandecía 007, el maître macho alfa. Siempre pensé que en una de las manos escondía un pistolón, y que hubiera deseado que a sus espaldas se dibujara un mar de chicas en bikini, en lugar de una cuadrilla de bandarras que no le tenían el mínimo aprecio.

Fue un tiempo tan duro como divertido. Sigo rebuscando.