No llevaba más de dos semanas trabajando en aquella cocina. Veintitrés años recién cumplidos entre una mara de hombres acostumbrados a malhablar junto al fuego. Aquellos primeros días tenía una misión, ser trasparente, invisible, hacer lo que me mandaban y aprender.

Esa tarde el servicio iba flojo y estábamos adelantando la partida del día siguiente.
-Gorda, pela esas cebollas
Puntilla en mano me puse a ello.

De pronto una visita. Un tipo calvo, moreno, alto y deslenguado que parecía muy popular entre mis compañeros. Un tío, como ellos, uno de los nuestros. Le cayó una mano de preguntas que él iba contestando con gestos, risas y sobreetendidos. ¿Cuántos? ¿Hace cuánto? ¿con cuántas? ¿por dónde? Definitivamente había conseguido ser invisible, nadie se cortaba ni parecía recaer en que una mujer compartía mesa de trabajo.



Qué más hubiera querido yo.
-¿Quién le ha enseñado a esta niña a pelar cebollas?
Se hizo el silencio y veinte ojos se posaron en mí. Mis compañeros no pudieron evitar el desastre, la camaradería masculina pudo con todo lo demás, y le dejaron hacer.
-Dime niña, ¿estos cafres no te han enseñado cómo se pela una cebolla?
Creo que no dije nada, no podía. Estaba a dos centímetros de mí voceando en mi cara, y lo estaba disfrutando a tope el tío.
-Dame anda; coges el cuchillo y la partes en dos por el rabillo. Luego pones las mitades en la tabla, cortas los extremos y ya con la puntilla la piel sale casi sola. ¿Ves niña? ya sabes pelar cebollas. Al paso que llevabas en una hora lo mismo no habías acabado con dos.
Tendría unos cuarenta y cinco años ajados y una vida de mierda, probablemente adobada en alcohol. Y es posible que no hubiera catado tantas hembras como los demás le suponían y él no desmentía. Pero el jodido tenia razón. Así se pelaban las cebollas, y no intentando desgajar la piel, como hacía yo. Que tuvo que venir él de visita en uno de sus tediosos días libres para que yo lo aprendiera para siempre.


Dedicado a Poli, con quien nunca tuve el gusto de profundizar.