Navidad de 1971

Navidad, ese olor. Para cada uno de nosotros la Navidad tiene una connotación diferente. Para mí es un olor. A horno, a asado, a pavo. Los efluvios que durante mi infancia salían de la cocina de mi madre dejaron una marca indeleble en mi memoria olfativa. Durante años, al llegar las ocho de la tarde del día 24 de diciembre, la Navidad se colaba en los agujeros de mi nariz. Ni el espumillón que bordeaba los cuadros y los marcos de las puertas, ni los Reyes Magos que buscaban un camino en el Belén eran capaces de trasmitir tanto.

En casa siempre se comía bien, pero en esas fechas nos convertíamos en una suerte de Familia Real Británica, y moviendo muebles y añadiendo tablas a nuestro Buckingham particular, lo dábamos todo para que la cena de Nochebuena fuera lo más parecido a los banquetes del embajador.




Blanca Navidad años setenta

Mantel impoluto, del ajuar de boda. Vajilla de lujo, de la que casi nunca se saca. Copas ilustradas, de las que ya no se llevan. Caviar o algo parecido servido sobre tostadas con un poco de mantequilla, jamón, cangrejo de Kamchatka, ostras y unas almendras desubicadas. De fondo ese olor, a pavo y a Navidad. La legendaria compota de mi madre, que nadie comía y que aún hoy sobrevive año a año, salía de la cocina como una starlette tras el hartazgo de turrones.

Hubo un momento en que desaparecí de ese paisaje, dejé de sentir ese olor. Lejos, con la vajilla descabalada de un piso compartido, intentábamos remedar tradiciones, pero nada olía igual. Hasta que después de muchos años volví a percibir algo parecido a ese aroma, la Navidad quería nacer de mi horno, el relevo me había tocado a mí.

No es el mismo, nunca es el mismo, es otra Navidad, otro olor, otra tradición. A las ocho de la tarde de todos los 24 de diciembre, mi recuerdo se ancla a un olor, aquel olor.