Imagen de Daquella Manera en Flickr

Durante el tiempo que trabajé en cocina y años después de dejar la profesión, tuve verdaderos problemas para escoger mi menú ante la carta de un restaurante. Si el local no tenía mucho trasiego y la carta era interminable, desechaba pedir pescado y me iba hacia las carnes, no sin antes reprimir unas enormes ganas de salir corriendo. Los filetes empanados, que tan buenos momentos me dieron de pequeña, se convirtieron en comida prohibida que solo tomaba al calor de mi casa. Las preparaciones en salsa gozaban de mi desconfianza absoluta tras años de recibir órdenes como esta:
- Gorda, quita el trozo de moho del redondo y levántalo con la salsa. 
Mi paso por la cocina que dirigía Shaggy me dejó socialmente tullida. Nadie quería estar cerca de mí a la hora de pedir en un restaurante. Años más tarde empece a olvidar, pero en días como hoy, me vienen a la cabeza estos recuerdos y empiezo a oler el peligro.

Cuando algún incauto pedía escalopines o marchaban un filete empanado desde la cafetería, Shaggy salia del cuarto frío con su cuerpo delgado arqueado formando un escondite perfecto en la cadera, donde guardaba de las miradas una suerte de acordeón de carne. Eran lo que yo llamaba filetes tripartitos, unas piezas lisas obtenidas tras aplicar dos cortes incompletos a una masa informe de carne. Cuando llegaba junto a mí, me lo entregaba susurrando instrucciones de espalmarlo bien para que pareciera un filete de verdad. Entonces yo gritaba: 
- ¡Marchando un filete tripartito!
Y se escuchaba una risa explosiva salir de la partida de pescados, mientras Shaggy se alejaba diciendo:
-La cabrona de la gorda...
La marmita del consomé era un totem que nos vigilaba permanentemente desde el fogón. Siempre estaba allí, cociendo continuamente. En su panza se disponían restos de verduras y carnes para extraer el consomé en una primera cocción de veinticuatro horas. El marmitón era el encargado de aspirar el tubo por el que salía el cristalino líquido y vigilarlo celosamente hasta que apurara la última gota. Entonces volvíamos a llenarla de agua a cazos y a apurar día tras día restos y más restos, hasta obtener una salsa de carne con toda la sustancia.

Durante quince días aquella olla gigantesca engullía todo lo que no utilizábamos. ¿Lo verde de los puerros? Para adentro. ¿Mondas de zanahoria? Para adentro. ¿El filete que no se ha terminado el Señor Pollas? Para adentro. ¿Los bollos que le han sobrado al pastelero? Servirán como pelotas de tenis y, cuando acabemos el set, para adentro. Cesta y puntos.

Quiero pensar que las cosas no se hacen así, que éramos un grupo de pasados de rosca y que en todos los restaurantes en los que como los juegos los dejan para la salida. Lo mío me ha costado recuperarme.

Me ponga una ración de redondo de ternera en salsa, por favor.