Lo juro, es Sigourney

 El día que se me apareció Sigourney yo llevaba una reflex al cuello. Siempre maldeciré la prudencia que me impidió tomarla firmemente, pedir permiso y disparar. El día que se me apareció Sigourney esperé a que ella no mirara e hice una foto borrosa y cobarde con el iPhone. No quise perturbarla. Mi diosa. No quise que recayera en mí y me adivinara admirándola en la cama con un chal tapando su escayola mientras recibía a Harrison Ford. O calva y dura en la piel de Ripley, feliz en la niebla viviendo con gorilas, aterrada en una nave de imposible huida. No.

Esa mañana de hace año y medio estaba en un pase de prensa en la tienda de Elena Rohner, quien nos hablaba de bandejas y sostenibilidad. De pronto, la puerta de aquel bajo interior se abrió y entró ella. Es... es... es... solo se escuchaba un titubeo mudo. Todos la reconocimos al instante. Imposible no hacerlo. Era ella, descarnada y sencilla, rotunda en su Sigourneyez.

Tan alta como la imaginaba, delgada y elegante en un traje de chaqueta negro. Gafas de pasta y media melena cortada al cuello. Esa quijada, esa dentadura, esos ojos inteligentes. Y todos nos convertimos en fantasmas a los que cazar. Quería comprar joyas y Elena le guió en la elección. Escogió varios pendientes y vino hacia mí. Detrás tenía el imprescindible espejo y la dejé pasar con torpeza entre mostradores; sonreí, sonrió y se probó los pendientes.

Cualquier cosa, Sigourney, cualquier cosa que te cuelgues de las orejas, sea de cuarzo o la monda de un plátano. Diosa. Eso pensaba mientras la miraba de reojo. No sé que descifraría ella cuando se dio cuenta de mi voyeurismo, mi mano aún sobre el objetivo sujetando firmemente la cámara contra el pecho. Demasiado tarde ya.