Imagen de Daquella Manera en Flickr

La familia. Así es como se llama a la brigada de los restaurantes a la hora de comer. ¿Qué come hoy la familia? Esa era la pregunta que se planteaba todas las mañanas a eso de las once. Unos días la respuesta era clara y abierta, otros se convertía en una contraseña que solo conocía el elegido, aquel que debía bajar a la cámara en busca de una bandeja de comida atrasada, obteniendo como mezquina recompensa un filete recién cortado. 

La familia comía a las doce. La mesa de servicio se vaciaba de cazuelas, mondas y tablas de cortar, para dar cobijo a platos y cubiertos. Comer en una mesa de trabajo de metal, alta como ella sola, nos hacía parecer a todos niños pequeños, con las cabecitas asomando junto al plato. Tampoco era muy cómodo sortear las ollas que se guardaban en la parte baja, así que comíamos con las piernas o bien muy abiertas, o juntas y ladeadas. 

La hora de la comida era momento de desbarre, de pullas y cachondeos. Cada día había una estrella invitada a la que se apretaban las tuercas: el marmitón, el Señor Estrés, La Gorda, o el pastelero, todos acabábamos pasado por la piedra. También dábamos buena caña al jefe, que en aquella mesa era uno más con la barbilla rozando el sobre. 

Era curioso el poder de esa mesa común, nos llamábamos familia y así nos sentíamos comiendo sopa, para luego darnos de hostias durante el servicio. Cada comida o cena nos reconciliaba después de las broncas y las deslealtades, como en cualquier familia. Los camareros se servían en una mesa aparte, cerca del pasaplatos, estableciendo conversaciones aéreas de punta a punta de la cocina. Ellos tambien eran familia, pero política: tan querida como reñida. 

En el plato rara vez había comida buena de verdad. Martes y jueves eran grandes días, tocaba cocido y paella respectivamente, que se hacían en el día con productos medianamente frescos. Los domingos celebrábamos la ausencia del jefe cortando entrecotes y rebañando hongos, pero el resto de los días rondaba el peligro, y en ocasiones el asco. 

Sabías que eras el machaca del día cuando el jefe se acercaba a ti con la cara de los secretos. La cabeza ladeada y su hombro casi pegado al tuyo, susurrando: 

- Gorda, para la comida de la familia: baja a la cámara, arriba hay un plástico con macarrones, los subes, los levantas, y les pones un poco más de tomate. 
- Pero Shaggy*, llevan ahí una semana, no me jodas.
- Que no te vea nadie, luego te cortas un filete en el cuarto frío. 

A veces nos adelantábamos y el diálogo era otro:

- Marta, en la cámara, arriba, hay un plástico con macarrones desde hace una semana. Baja y tíralos que creo que hoy nos los casca Shaggy para comer. 

O este otro:

- Shaggy, no he encontrado los macarrones, ¿te parece que apañemos una ensalada?

Acabamos siendo un comando perfectamente organizado con el objetivo de evitar una intoxicacion colectiva a manos de aquel hombre obsesionado por el presupuesto, para quien la familia era la piara de cerdos que compostaba las sobras de la cocina.

* Nombre figurado