La buena noticia llegó un segundo antes que la mala: 

- Haremos una cena para los empleados por Navidad. La daremos en el hotel y la cocinaréis vosotros. 

¿A qué mente se le pudo ocurrir semejante idea diabólica?

Mirábamos a un lado y a otro, y esperábamos el momento en que alguien nos dijera que era una broma, que solo querían ver nuestras caras perplejas, que éramos poco menos que la sal de la vida, los más cachondos de todo el engranaje, y que por nada del mundo se perderían nuestros chascarrillos a pie de mesa. 

Pero no, iba en serio, y poco después nos llegó el menú que teníamos que preparar para la cena de empresa. Empresa a la que hasta ese momento creíamos pertenecer.

Desde ese segundo hasta la noche en cuestion se nos cambió el gesto, nos sentimos un grupo de marginados pestilentes, grasientos, desheredados, indignos. Algunos compañeros se acercaron con palabras solidarias, extraña empatía, pues allí estuvieron todos, maqueados como para una boda celebrando el escote de la gobernanta.

En los pasillos, en los placares, junto a la maquina de fichar, todos hablaban de lo bien que lo iban a pasar esa noche, de la ropa que se iban a poner y de la que habían planeado quitar, hasta que detectaban nuestro hedor y se hacía el silencio.

Llegó la hora de la cena, y sala y cocina nos hermanamos como prisioneros en busca de un túnel. Si humillante era estar en la partida sudando como cochinos mientras escuchabamos las risas de nuestros compañeros tras la puerta, más debia serlo acercarles los platos a la mesa, separar los cubiertos y depositar entre ellos la ensalada del chef. 

Bromeamos seriamente con la intoxicación masiva, fantaseamos con un plante del que no fuimos capaces. Esa noche afilamos los cuchillos con un ritmo frenético, cortamos carne a golpes de machete, espalmamos filetes con ira. 

Feliciten a la cocina, creímos oír.