Acabo de llegar de un breve viaje por tierras de Castilla. Un viaje sin sobresaltos, pensado para recuperar el tono y descansar, en el que lo más arriesgado que hemos hecho, ha sido traspasar la frontera entre Ávila y Salamanca sorteando quitanieves. De estos días queda mucho para el recuerdo, imágenes que van directamente a mi álbum personal. Entre todas ellas, quiero compartir los momentos pasados en un pequeño café, un refugio enclavado en la plaza de un pueblo aparentemente vacío, con un ambiente que recordaba al Brick, el bar de Holling en Cicely, donde todos se conocían de largo y mataban el frío junto a la barra.

Acostumbrada al trato anodino en muchos establecimientos, en los que pedir un café es deporte de riesgo, no podía dejar de fascinarme por la manera de trabajar de, llamémosle José. No llegué a saber su nombre, pero él sabía el de todos los habituales.

-Hola Sergio, ¿Lo de siempre Cesar? Adiós María, ¿Cómo estás Miguel?- Y así taza tras taza, servicio a servicio. Un hombre en la treintena, extranjero, a tenor de sus rasgos y dulce acento. Llevar un café en solitario durante todo el día podría haber sido para él un empeño pesado o una ocupación pasajera y desagradable, pero al parecer lo había convertido en el centro de su vida.


A las nueve de la mañana comenzaba a templar los organismos de los parroquianos que allí se acercaban, la primera comida del día, o el segundo café de la mañana:

-No se te ocurra levantarte, que yo te lo sirvo- dedicaba con una sonrisa a los que parecían las fuerzas vivas del pueblo, trajes impecables y corbatas relucientes. Sonrisas y gestos relajados para empezar la jornada.

-¿Qué será? ¿Lo mismo de ayer? ¿Croissant, uno a la plancha, otro normal, dos cafés con leche, uno de ellos descafeinado, y dos zumos naturales?- Solo puede amarle un poquito y decirle sí, sin dejar de sonreír y mirarle a los ojos.

El pueblo era pequeño pero había bastantes bares donde tomar algo. Ni siquiera lo discutimos, cuando apretaba el frío, el hambre, o la sed, enfilábamos hacia el Café del Comercio. Siempre había un trago caliente al traspasar la puerta. Y una sonrisa, una mirada acogedora, o una s pronunciada con dulzura.

Es la diferencia entre hacer bien las cosas o caer en la desidia, maldecir tu destino, o aliarte con él y hacer tu vida mejor. Porque al fin y al cabo, lo que nos toca en el sorteo puede ser bueno o malo, pero en ocasiones el balance solo depende de cómo gestionemos esa fortuna. Ya sabes, si la vida te da limones, haz limonada.