Salou, años setenta

En mi vida hay muchos recuerdos. Tontunas y momentos importantes que si cierro los ojos, puedo verlos en vídeo sin necesidad de pasar por Youtube. Pero entre toda esta madeja de memorias, hay unas imágenes recurrentes que marcan una cronología en mi vida. y todas ellas tienen como protagonista un plato de comida, sabores y olores que se traducen en una nítida imagen.

Pollo al ast


Salou, siete años. Las primeras vacaciones que recuerdo, tal vez porque antes no hubo otras. Por las calles de Salou se escuchaba Un rayo de sol, y en cada una de sus esquinas, o eso me parecía a mí, había una mole de metal, en la que una pila de pollos ensartados daban vueltas sobre el fuego. Me fascinaba el baile lento de aquellos cuerpos cuasicalcinados y no dejaba de mirarlos; mi padre se acercó ante mi pregunta y me dijo: eso es pollo al ast. Fascinación.

Bacalao con tomate


Doce años. El primer plato que cociné. Mi madre tuvo que salir de viaje, y me dejó el encargo de hacer la comida, cantó las instrucciones y me sentí presa de una gran responsabilidad. De mí dependía que mi padre y hermano se alimentaran ese día, a mí poco me importaba morir de inanición, pero había que darlo todo. Comestible, y según mi padre, que me adora, no se lo digas a tu madre, pero te ha salido mejor que a ella. Amor y mentiras piadosas.

Zarauz, años setenta

Pescado rebozado


Zarauz, entre los nueve y los catorce años. Solíamos veranear en Zarauz, o eso creíamos. En realidad dormíamos en casa, pero todos los días cargábamos el coche con la piragua, la mesa, las sillas, la sombrilla, las bolsas, y el gorro de lunares, y trazábamos la recién estrenada autopista de peaje. Quince minutos y unas  pesetas más tarde acampábamos en la arena dispuestos a todo. En la fiambrera, pescado rebozado frío, con ese sabor que nunca tiene cuando se come bajo techo. Hambre.

Helado de fresa


Los Italianos, años setenta. Otro de los ritos del verano que completaba cada jornada. A la vuelta de Zarauz, mi padre encaminaba el coche hacia el centro de Donosti, y decía: Martita ¿y tú de qué vas a querer el heladito? como si no lo supiera de sobra. De fresa, siempre de fresa, porque en Los Italianos, el helado tenía unos preciosos trozos de fruta  rojos que me atraían poderosamente. Creo que tardé años en probar otro sabor. Dulce rutina.

Heladería Los Italianos

Pizza


En algún momento de mi infancia. Hace más de treinta años, en España no abundaban las pizzerías. No sabíamos qué era una franquicia y nos sentíamos de lo más italianos cuando a la mesa tocaba espaguetis con tomate. Un día mi madre nos convocó a la cena tras pasar una tarde interminable en la cocina. Hoy hay pizza, dijo, y un olor a anchoas, tomate y pan salió del horno. Quizá no fue la mejor pizza que haya comido, pero fue la primera. Amor de madre.

Huevos con chorizo


Quién sabe dónde, diecinueve años. No consigo recordar dónde estábamos ni qué habíamos ido a hacer allí, pero varios monitores dejamos el campamento a eso de las siete de la mañana y acabamos desayunando en un bar desierto, en el que nos hicieron unos huevos con chorizo que jamás olvidaré. Nunca he comido otros que me supieran igual. Lágrimas de placer.

Alubias de Tolosa


Baliarráin, veintiún años. Siempre he querido volver, pero olvidé dejar migas de pan en el camino y me ha sido imposible hacerlo. Un caserío, una cocina atestada de mesas, y un grupo de amigos. Una olla llena de alubias de Tolosa en manos de una etxekoandre atareada. Una casa abierta al público fuera de los circuitos habituales. Calor.

Alimentando la nostalgia, un enlace: heladería Los Italianos