La mañana de Reyes, como no podía ser menos, también tiene para mí un recuerdo olfativo: el olor a anís. De niña, siempre dejábamos unas copitas y la botella de anís El Mono en una mesa del salón, para que los Reyes Magos, a los que imaginaba bastante dipsomaníacos, se sintieran como en casa y se sirvieran a su antojo. Lo importante era que no pasaran de largo.

Así que en casa, por la mañana, mientras abríamos regalos, bebíamos a sorbos del anís que había quedado (que era todo o casi todo), mezclado con agua en una palomita a edad temprana, y más tarde ya a pelo. De más mayores, desvelado el misterio, sacábamos la botella del mueble bar (esa joya decorativa de los setenta), y nos servíamos una copita en la cama de mis padres. Creo que ellos han seguido haciéndolo durante años, animados por el espíritu admirable de mi hermano, y yo he mantenido mi ya solitaria tradición a duras penas, desayunando roscón y una copita de anís, junto a mi cotidiano capuccino de todas las mañanas.

Porque hay que ver que cosas, mira que lo he intentado, pero la tradición del anís no ha tenido ningún éxito en mi pequeña familia, así que bajo su extrañada mirada (una vez más), me sirvo una copita y me la pimplo tras abrir los regalos. Que si no, ni son Reyes ni son .