Llegamos sobre las tres después de varias horas de viaje. En la barra, la misma sonrisa de siempre y el barullo del servicio de mediodía. Una mesa en el bar con tres platos listos sobre un pequeño mantel de papel y el tesoro de temporada bailando en el fuera de carta cantado. Ordenamos guindillas fritas, ensalada de tomate del pueblo, tortillas, bonito con tomate, y comenzamos a relajar los músculos con los labios al borde de un vaso lleno de cerveza.

A tres metros, una cortina a medio cerrar deja ver parte de la cocina. Una mesa, un saco lleno de barras de pan, la esquina del fogón y varios pies que no paran de moverse sobre las baldosas. Cada vez que la tela vuela con energía, tres o cuatro platos salen montados entre palma y muñeca.

El comedor empieza a decaer. Las mesas se vacian poco a poco dejando la impronta muda de un servicio frenético. Ese silencio que empieza a pedir la vez, esas caras cansadas que salen de la cocina a controlar lo que queda en las mesas. Taburetes vacíos, servilletas arrugadas, migas y la nada. Junto a la cortina, una mesa pequeña. Sobre ella pan, un plato, un vaso y una cuchara; en el centro, el guiso deja escapar un hilo de vapor.

Zapatos cómodos de abuela, falda de paño de color indefinido, blusa con encajes y chaqueta verde de punto. El pelo, aún cardado, acusa la jornada de trabajo. Las manos se cruzan como en una oración antes de sentarse a la mesa. No menos de setenta y cinco años de vida que me miran inquiriendo mi sorpresa.

Son las cuatro de la tarde. Se deja caer sobre la silla con ganas pero despacio, las manos agarrando la mesa. Rodea el plato con una mano para sentir su calor. Parte pan, hunde la cuchara en el guiso y comienza a comer. Miro mi plato, ya vacío y rebañado, y doy las gracias para mis adentros. Allí come ella, la cocinera, el alma de este restaurante apartado en el que el hambre es una bendición.