Santiago, Santiaguillo, Txantxillo. Menudo como un jilguero, rápido como una liebre recorriendo Donosti con varias bolsas colgando de sus codos. Salir a la calle y encontrarse a Txantxillo era todo uno. Lo recuerdo recorriendo La Avenida  desde el puente hasta Alderdi Eder. Saludando cuando le saludaban, quejándose y pidiendo "una pesetita por favor" con esa vocecilla aguda, tocando la Internacional en su xilófono.

Cuando era pequeña creía que era un niño, para mí era un igual. Luego descubrí que no, que era un hombre pequeño de voz frágil que vivía a su manera. Que era multimillonario, decían, que tenía pisos, contaban. La realidad es que arrastraba sus bolsas vestido con ropas humildes como un vagabundo.

Se calaba una boina que parecía parte de sí. Se ataba el abrigo y varias chaquetas con un cinturón, no fueran a caerse o a dejar pasar el frío. A veces se disfrazaba, en carnavales o caldereros. Solo quería una pesetita, con eso tenía suficiente decía, y rechazaba el resto. ¿Qué llevaba en las bolsas? Era un enigma, pero no se separaba de ellas, ni siquiera las soltaba. Eran bolsas de la compra, de esas de plástico trenzado y asas que se utilizaban en los 70. Cada noche regresaba a su casa de Gros y vuelta a empezar.



Le saludabas y siempre contestaba. ¿Cómo estás Santiago? Y te lo contaba sin apenas pararse. Cuando me fui a vivir fuera de Donosti, en cada visita, si no lo veía por la calle preguntaba a mi madre por él.

Hasta que recién llegada, un día de 2003, me llegó la noticia y lo sentí: Tantxillo había muerto. El niño eterno que acumulaba pesetitas a cambio de música ya no estaba. Y un poco de Donosti murió con él.

Imágenes vía |  UrnietakoUdala, Joxe Mari Isasa en Euskomedia