Imagen de Luís Fabres

Mi última visita a un restaurante se saldó con una gran cantidad de comida sobrante. Fuimos cautos al pedir, y aún así la parrillada que nos sirvieron fue demasiado grande para dos personas. Según mi estómago me iba mandando mensajes como para ya bonita, o me las vas a pagar tragona, yo miraba la bandeja con la firme determinación de llevarme la pitanza a casa.

Cuando se lo dije a mi acompañante, vi que dudaba y tuvimos una conversación sobre el tema. En realidad, llevarse la comida o el vino sobrante a casa, es una práctica que debería ser natural por ambas partes. Los clientes deberíamos superar esa barrera que nos impide solicitar a los camareros que nos lo envuelvan, que nos lo llevamos, y para los restaurantes obligado ofrecerlo.

El problema es que somos víctimas de un enorme complejo que quizá de manera inconsciente nos hace sentir que si llevamos a casa la comida (que hemos pagado) nos verán como unos miserables muertos de hambre, poco pudientes y desvergonzados. Y nada más lejos de la realidad. ¿Por qué no vamos a poder disfrutar más tarde de esa estupenda comida que ahora no nos entra? ¿Es mejor darse un atracón absurdo por no dejar ni miga en el plato, o dejar que acabe en el vertedero?

Volviendo al principio, la camarera se acercó a nuestra mesa y nos dijo:

-¿Terminaron? ¿Se lo preparo para llevar a casa?
-Si gracias, te lo iba a pedir (alivio y sonrisa en la cara)

Así deberían ser las cosas, naturales, sostenibles, lógicas. Pidamos ese derecho, defendámoslo, más allá de la excusa del perro. Esa noche la cena fue estupenda, y al día siguiente, ahora sí, el perro remató las sobras de las sobras. Todos tan contentos.

Imagen Luís Fabres en Flickr