Hoy ha vuelto a suceder. Algo hay en mi cara, en mi cuerpo, o en mi género, que hace que en un 99% de las ocasiones en las que pido un café, aparezca junto a él un sobre de sacarina. Una cortesía diréis, y lo sería si lo hubiera invariablemente en todas las tazas, pero casualmente siempre llega en la mía, nunca en la de mi compañero de mesa.

El caso es que me gusta el café amargo, sin rastro de azúcar, y esto es así desde tiempo inmemorial. Cuando tenía seis o siete años, empecé a hacer ascos al Cola-cao del desayuno para perder el sentido por los efluvios que salían de la ruidosa cafetera de mi madre. Así que muy pronto empecé a tomarlo, muy diluido en leche por si las moscas, a lo que protestaba pidiendo a mi madre café azul marino, en aquel momento, el color más oscuro que conocía. Y muy pronto descubrí que el azúcar me sobraba, de manera que llevo casi cuarenta años dejando que mi paladar se estremezca con el café amargo.

A lo que iba, todos los fines de semana salgo a comer con mi pareja (hombre, dato al parecer de importancia en el sacarinagate). A la hora del café, él pide un solo y yo un solo descafeinado. Su platillo aparece siempre con un sobre de azúcar, y el mío... ¡Ay el mío!



Hay varias combinaciones: un sobre de azúcar junto a un sobrecito de edulcorante. O un sobrecito de edulcorante en solitario. O una chocolatina junto al maldito edulcorante, en el colmo de la falta de criterio. Alguna vez, cuando estaba disfrutando de mi día sin sacarina, satisfecha por haber encontrado solo el azúcar que nunca tomo, ha llegado un preocupado camarero y me ha dicho: -la señora pidió sacarina, ¿verdad? Mientras me enseñaba un bote lleno de papelinas. El colmo de la sugestión.

Y yo me pregunto. ¿Por qué no esperan a que cada comensal pida lo que necesita, sin dar por supuesto que una dama de potente corpulencia va a comenzar la dieta con el café, justo cinco minutos después de trincarse un brownie con helado de vainilla y chocolate caliente?