Imagen de Jan Tic en Flickr

El lunes pasado entré a cenar a un restaurante y salí enferma. Y no, la ensaladilla no estaba mala, el anisakis no me atacó, y no tengo alergia a las nueces. Fue una corriente invisible, algo así como el humo negro, esa plaga maligna llamada aire acondicionado. En pleno abril, oigan señores, a chorro.

Y no sé qué es peor, que te envuelva una corriente de aire polar, o el desdén del servicio que pasa de tu jeta. Porque hay establecimientos en los que te hacen sentir como una dama caprichosa y desequilibrada, y a la voz de - ¿podrían bajar el aire acondicionado? te miran con hastío y tus palabras les entran por un oído y les salen, a saber por dónde les salen.

El aire acondicionado me enferma, inevitable e instantáneamente. Cinco minutos son suficientes para que la cabeza empiece a latir y los oídos a doler. Y esto les pasa a muchas personas.
Probablemente a los encargados del servicio, que están en movimiento, les parezca que alucinamos y pedimos por pedir, pero permanecer hora y media quieto, sentado a diecinueve grados, y con el chorro a modo de gota malaya sobre tu testa es una tortura.

La mejor comida, el mejor vino, la más esmerada decoración, se van al garete cuando comes en una cámara frigorífica, y al parecer es un detalle que no en todos los restaurantes están dispuestos a controlar. Una adecuada refrigeración es necesaria en según que momentos, pero con una graduación sensata que no baje de los 23 o 24 grados, al fin y al cabo, esa es la temperatura más baja que nos ofrecen los locales en invierno.

Creo que voy a volver a la fiambrera y la tortilla de patata, al termo de café y el filete empanado, y durante estos meses voy a comer en los parques aledaños. El verano en algunas salas promete ser peligroso, muy peligroso.

Vendo congestión, razón aquí.

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