La presencia de un plato es una parte importante de la elaboración. En unos años hemos pasado de la cazuela de barro al plato de presentación, introduciendo el ornato como una asignatura más a tener en cuenta. Pero en este campo no todo vale, el mismo concepto que puede realzar una preparación, también puede arruinarla, si no se tiene un poco de gusto y mesura.

Unos cuantos apuntes sobre cómo adornar un plato de manera adecuada. Buscar el punto estético es cosa de cada uno, pero si aplicamos los conceptos de la composición artística estaremos en buen camino. No se trata de rodear la preparación principal de un festival de colores y masas. El plato, visto desde arriba, debe gozar de un equilibrio de formas. El adorno no debería superar ni en volumen ni en extensión a la pieza principal. En muchos casos menos es más.

Todo lo que hay en el plato debe de ser comestible y estar apetecible; aunque se trate de un sencillo physalis, nada debería alejarlo de nuestro paladar. Por tanto, todo debe tener su aliño o punto de sal, y estar listo para comer. De nada sirven unos chips de puerro blandurrios, el concepto es muy cool, pero la experiencia resulta decepcionante.

Los colores. El comensal desea que le sorprendan, no que le confundan. Para eso ya están los fuegos artificiales, donde el concepto multicolor es un punto positivo. Es preferible escoger un solo color de contraste, pongamos el rojo de un tomate cherry o el violeta de un pensamiento comestible.


La lechuga pocha

Este vegetal es tomado por muchos como la gran tabla de salvación a la hora de decorar llenar el plato. Muchos hosteleros se debaten entre la lechuga pocha y la montaña de iceberg. Ninguna de las dos son apetecibles, la una por estar en un estado deplorable, y la otra porque suele acompañarse de agua en abundancia y llega cortada en grandes tochos. Y como norma general nunca viene aliñada. En el caso de la lechuga pocha se agradece de veras.

La foto que encabeza el post es un buen ejemplo: dos empanadas argentinas que llegaron a la mesa acompañadas de una hoja de lechuga lacia y con los bordes oxidados. ¿Pensó el cocinero que mi incipiente miopía me iba a impedir ver la podredumbre? ¿Pensó que quizá tengo alma de hiena y me gusta comer carroña? ¿Pensó quizá que un cadaver verduril iba a incrementar el valor del plato? Por suerte el objetivo de la cámara tuvo a bien desenfocarla, es un espíritu sensible.

El arabesco multicolor

Un buen ejemplo de cómo no decorar un postre. Un plato de presentación blanco, tres miniaturas perfectamente realizadas y de excelente sabor. Poco más necesitaba para llegarnos muy dentro. Pero por todo el plato se dibujaban arabescos de coulís en verde, amarillo y rojo. Para suavizar tanto colorido, un poco de canela en polvo, y como todo aquello parecía insuficiente, una suerte de simbolo de Apple realizado en rejilla de chocolate. ¿Resultado? Confusión total, no sabía una por dónde empezar, y a pesar de ser un surtido de postres extraordinario, no puedo evitar recordarlo por la excentricidad que lo rodeaba.